miércoles, 22 de junio de 2011

Calle Bélgica núm. 3

Resulta difícil describir el sentimiento de pérdida, perder alguien, algo, perder para siempre. Saber que no va a volver y en el fondo no querer que vuelva, no soportar el dolor que ocasiona una mirada, esas minúsculas pupilas hirientes, ese verde intenso a su alrededor provocando vértigo, miedo a caer, a caer en él, a naufragar sin saber nadar, sin poder escapar, dejar tu mente volar a ningún sitio, a un lugar mejor donde las furtivas miradas se funden en un abrazo, sin importar lo demás, sin ver más allá. Desazón al no poder llorar, al creerte incomprendido por la situación, esa ridícula situación. El alma no entiende de imposibles, de fronteras inquebrantables, de roles que impiden ascender hasta su posición. Querer más, querer respirar ese oxígeno impregnado de su fragancia y no poder, no poder acercarse, como si se tratase de una barrera mental forjada a fuerza de voluntad y estigmas sociales. Y de pronto el dolor, tan puntual como siempre. Dolor por pensar como hubiese sido todo en otras condiciones, en otro ámbito, jugando distintos papeles, dejando atrás el abismo donde yacen los sueños que nos diferencian, como dos simples humanos que buscan comprensión, que buscan que un mundo nuevo se abra al cruzar la frontera del esmeralda lagrimal. Pero nosotros somos nosotros y nuestras circunstancias, las cuales han decidido otra forma de existir, las cuales no permiten que el dolor cese y las palabras fluyan como bálsamo para los sentimientos, las cuales se niegan a dar otro final y no permitir la pérdida, el olvido progresivo del otro, las cuales nunca se permitirán el lujo de ver de nuevo ese rostro, esas facciones que hasta hace poco era una de las únicas razones por las que levantarse un día más.