sábado, 14 de mayo de 2011

Tan solo puedo divisar una recta, una construcción geométrica sin principio ni final, infinito e innato como el tiempo y el espacio. Podría no estar a gusto con el mundo en sí, pensar que el vacío existencial representado por la rutina me impide respirar, impide que el viento azote mi cuerpo, que un halo frío de libertad llene mis pulmones de energía, de fuerza. Caminar unidireccionalmente me ata a esta desazón, como si de un circuito interminable se tratara, sin curvas, sin atascos, sin poder gritar más allá de las ventanillas limitantes de mi espacio, sin poder decir "estoy vivo". Mi vida se reduce a un sinfín de fórmulas incomplejas y perfectas en su más pura imperfección guardadas en un vetusto rincón de mi conciencia, sin poder experimentarlas, sin poder saber el significado de la palabra sentimiento. Esta extraña sensación de comodidad, de limitar mi preocupamiento a asuntos puramente repetitivos me hiere transversalmente, hace que limite toda mi imaginación a un frasco cerrado al vacío que se niega a ser abierto. Y me da miedo quedarme ahí, en mis costumbres, mi paulatino bienestar puramente ficticio. Una cáscara de silencio e impasibilidad que se niega a explotar, a explorar nuevos conceptos, a dejar la asquerosa estipulación anclada en el pasado, a hacer del futuro el presente y del presente el pasado, sin caminar en linea recta, con altibajos, como deben ser todos los caminos, baches, viento y gritos de felicidad, todo esto por ahora antojado como una lejana esperanza; dejar atrás este impertérrito presente que asfixia mis pensamientos, y decir aquí estoy, hacerme notar, dejar de ser una hache muda para manifestar mis intenciones aunque de incongruencias se tratasen. Sacar el velo que cubre la luz del sol y concebir el vacío como finito.